Entre los diversos tándems, que pueden aparecer en los sucesos y estudios sobre violencia en el deporte y en relación con el arbitraje, se encuentran los de jugador-árbitro (terreno de juego), técnico-árbitro (terreno de juego) y padres-árbitro (grada), otros son, jugador-jugador (terreno de juego), técnico-jugador (terreno de juego), padres-padres (grada), padres-jugador (grada). Hago esta distinción inicial, porque desgraciadamente, en las últimas fechas, han adquirido mayor relevancia los primeros. La violencia se activa cuando una de las partes despierta el instinto protector en los otros, los jugadores pueden disputar el encuentro inmersos en las incidencias que ellos conocen y experimentan permanentemente (faltas, interrupciones....), pero el técnico o la grada pueden no verlo desde el prisma de la normalidad, iniciándose una escalada de despropósitos y focalización extrema en el arbitraje.
El deporte es una actividad reglada, lo que implica, que sin normas, ni persona o personas que juzguen, valoren y sentencien no sería posible. Estas personas deciden sobre las trasgresiones de la norma, son los responsables de la ejecución del reglamento, hacen valer la honorabilidad de los contendientes, pero también, son las personas a la que más se le exige y más se le denigra en una competición deportiva, y esto tiene que ver con las características que les atribuimos, con lo que esperamos de ellos y fundamentalmente con su principal función, la aplicación de la justicia, tomar decisiones en función de un reglamento, sancionar. La percepción de injusticia es un disparador de ira y enfado.
En el ámbito del arbitraje todo se desproporciona. Cuando el punto de mira se pone sobre el árbitro, esto es lo que exigimos: debe tener buena condición física y psicológica, buena velocidad de reacción, buena memoria visual, conocer bien el reglamento, saberlo aplicar, ser justo, imparcial, equilibrado, firme, amable, debe tener carácter, coraje, valentía, coherencia, ser consistente en el juicio, sobrio, creíble, modesto, honesto, integro, debe comunicar bien, debe saber gestionar el conflicto, ser respetuoso, debe saber evitar la confrontación, no ser brusco, tener buen trato con el deportista, etc.
Para ser padre no hay condiciones, incluso los más permisivos indican que no hay manual de instrucciones, se hace lo que se puede. A los jugadores se les permite y se les justifica, jugar a fútbol no es fácil, le botó mal el balón, no lo vio, era difícil, la idea era buena…..pero con el árbitro la historia cambia, queremos que sea un buen deportista, tenga buena presencia, sea modelo, se comporte como un educador y en definitiva sea una persona excepcional, porque les pedimos muchas cosas (valentía, imparcialidad, coherencia…..) y que todas las haga bien. Es muy injusto, que a unos no se les pida nada, a otros se les disculpe y a los últimos se les persiga.
Para los que quieran pensar, en el fondo de todo, no está la pasión, está la irracionalidad. El jugador y el espectador de fútbol, generalmente, muestran su cara más parcial, se convierten en personajes que viven el fútbol en su versión monocroma, monocolor, sólo se interesan por un color, el suyo. Son seres poco empáticos, no hay más realidad que la propia, lo que veo es lo que es, lo que pienso me define. Nos persiguen, nos perjudican, nos atropellan, nunca somos causa de nada. En ese mundo reducido y unicoloreado, es fácil discrepar, es fácil enfadarse, es fácil gritar, es fácil insultar y es fácil golpear. La emoción moviliza, pero la razón debe guiarnos. Mucho antes de pedir perdón, detén a la bestia, date un tiempo, reflexiona, objetiva, toma consciencia del momento, en definitiva, valora y respeta a todos aquellos que hacen posible que muchas veces, presenciar un partido de fútbol, sea un verdadero placer. El día que consigas no referirte al árbitro durante y después de un partido, estarás en condiciones de formar parte de ese grupo de privilegiados que disfrutan del fútbol siempre, gane o pierda su equipo.